Composición fotográfica que Amalia Simoni mandó a realizar en exilio hacia 1872. Foto tomada de Internet

Amalia Simoni e Ignacio Agramonte: Amor más allá de la muerte

El escritor colombiano Gabriel García Márquez escribió en una ocasión “que la realidad siempre supera la ficción”. Y esa máxima también puede constatarse en las historias de amor donde algunos casos reales parecieran hasta opacar leyendas o tragedias similares a las escritas por William Shakespeare.

Cuba no es menos en ese sentido, pues en el devenir de nuestro pueblo son reiteradas las historias que versan sobre amores legendarios.

Cuba, Siglo XIX

“Si tú supieras como el corazón te adora, como mi pecho se abrasa y arde por ti, solo por ti, siempre por ti…”

El fragmento arriba citado pertenece a una carta que el prócer Ignacio Agramonte  le escribiera a  su esposa Amalia Simoni; que, además de ser un valeroso testimonio histórico, revelan los sentimientos de un hombre que vivió, amó y luchó intensamente. Ignacio Agramonte y Amalia Simoni vivieron uno de los amores más sublimes, idílicos e imperecederos que hoy forma parte indisoluble del espíritu de la nación.

Ignacio era descendiente de una familia acomodada de la Villa de Santa María de Puerto Príncipe (actual Camagüey). Era un hombre culto, gallardo; un joven abogado de ideas independentistas y progresistas. Por su parte, Amalia Simoni  provenía de una de las familias más acomodadas de la misma ciudad. Era hija del médico José Ramón Simoni y Manuela Argilagos. De esmerada educación, no muy usual en las mujeres de entonces, poseía gran intelecto y amplia cultura. En ella sobresalía una delicada voz de soprano, cualidad que encauzó estudiando música (canto y piano). Además conocía varios idiomas. La poetisa Aurelia del Castillo describía a Amalia como “una preciosa criolla, de cuerpo arrogante y postura altiva, negros ojos, gran mata de cabellos y gentil figura”

Amalia e Ignacio se conocieron siendo muy jóvenes, su noviazgo comenzó en 1866 sabiendo que sus vidas estarían indisolublemente unidas para toda la eternidad a pesar de las negativas del doctor Ramón Simoni, quien no veía en Ignacio el mejor partido para su hija, y quien cedió ante el ímpetu de Amalia al defender su amor con total devoción: “No te daré el disgusto padre, de casarme en contra de tu voluntad, pero si no es con Ignacio, con ninguno lo haré”. 

Ya con la anuencia paterna, inicia la pareja un noviazgo idílico que se conserva en el tiempo mediante 74 cartas consideradas un bellísimo testimonio de amor:

“…Sí, Amalia de mi vida, eres mi único delirio; a nadie, a nadie amo tanto como a ti, jamás lo dudes. ¡Me siento tan dichoso amándote y siendo el objeto de tu amor!”…

Desde las primeras cartas sobresale la ternura hacia su amada. En todas se manifiesta el deseo constante de que su amor la haga feliz, que cuide de su salud y, sobre todo, que se distraiga y divierta.

El tema del amor es el móvil que movió la pluma de Ignacio a escribir tan bellas  letras. Ejemplo son las propias palabras con que definiera Ignacio su sentimiento por Amalia:

“[…] yo no te quiero casi como tú a mí. Si quieres tener una idea (ya que no una medida porque no la admite) de mi amor, multiplica el tuyo, que me figuro que es grande, por la inmensidad del espacio y por la eternidad del tiempo y su resultado te la dará. No quiere ni se inquieta una madre por el hijo que contempla en sus brazos como yo por ti, ni concibo amor alguno que alcance la intensidad y vehemencia del mío. […]” San Diego, abril 13 de 1867.

Antes faltará el firmamento y el orden universal que sujeta a los astros entre sí, que faltar el amor que a ti me liga […]” Habana, Mayo 27 de 1867.

“[…] Sí, bella mía, quisiera oírte decir incesantemente que me quieres como no es posible querer a nadie más, y que te es necesario mi cariño; que excede a todos; cuya inmensidad no es posible exagerar y que desafía por su duración a la misma muerte, como por su constancia a las mayores contrariedades”. La Habana, octubre 3 de 1867.

Ignacio le cuenta a Amalia todo lo relacionado con su vida mientras concluye los estudios en La Habana. También le cuenta a Amalia ya  como profesional; le habla de la ética con que asume su abogacía, algunos de los trabajos que realiza, siempre desde la postura digna que le caracterizó. Además, le hace comentarios sobre su futuro matrimonio.

En esta etapa hay pocas alusiones a la situación del país y al mayor de los problemas que afectaba a los cubanos: el dominio colonial español, tema que preocupaba a ambos y es Amalia quien primero lo aborda, en fecha tan temprana como abril de 1867, a lo que Ignacio le contesta:

En una de tus cartas leo estas palabras: “tu deber antes que mi felicidad es mi gusto, Ignacio mío”. Y cómo no amarte si eres tan grande, si tan elevado es tu corazón. Sí, Amalia, me siento arrastrado hacia ti porque se ama lo bueno, y se adora lo bello. Sin embargo, yo te aseguro que vacilaría si alguna vez encontrara tu felicidad y mi deber frente a frente; creo que ya te lo dije otra ocasión. Ojalá nunca se encuentren”. San Diego, abril 13 de 1867.

Los enamorados se casaron en la parroquia de Nuestra Señora de la Soledad, ubicada en la Plaza del Gallo en la ciudad de la Villa del Puerto del Príncipe, el primero de agosto de 1868. Con la boda concluye la separación, pero solo tres meses tendrán de felicidad los jóvenes esposos: el 10 de octubre de 1868 Carlos Manuel de Céspedes se levanta en armas por la independencia de Cuba. La lucha por la independencia exigiría el mayor de los sacrificios y comienza una nueva etapa de sus vidas, llena de sacrificios y privaciones.

Acta matrimonial de Ignacio y Amalia. Archivo de la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad. Foto tomada de Internet

Tras la alborada en La Demajagua, los camagüeyanos se alzan el 4 de noviembre en Las Clavellinas y una semana después, en el ingenio Oriente del municipio de Sibanicú, Ignacio Agramonte se incorpora a las fuerzas mambisas para  luego escribir una de las páginas más brillantes de las luchas por la independencia de Cuba; mientras Amalia queda embarazada. A pesar de la distancia, ambos comparten los mismos deseos de libertad.

El primero de diciembre, la familia Simoni decide abandonar la casa-quinta de Puerto Príncipe y trasladarse a su finca La Matilde, ya que en la ciudad estaban señalados por las autoridades coloniales porque los dos yernos del doctor Simoni, Ignacio y Eduardo Agramonte Piña, eran líderes de la insurrección. 

Las cartas de esta etapa son testimonio de las contrariedades que sufrió Agramonte por la separación de su esposa.

Tras el inicio de la guerra y la obligada separación se cuentan 77 cartas, no tan extensas como las anteriores, pero que mantienen el sublime tratamiento del amor, la infinita ternura, la devoción, ya con un tono mucho más íntimo. La hace partícipe de ideas y planes, combates ya ejecutados o por realizar, encuentros y pormenores de la vida en campaña, unido a la felicidad de saberla suya y alentado por la idea de reencontrarse pronto. Se estrechan aún más los lazos entre la joven pareja, siendo Amalia, además de amante esposa, confidente de lucha:

“Nuestras tropas siempre llenas de vivo entusiasmo, espero harán mucho en breve. Lo único que me impide estar contento es no estar a tu lado”. Bijabo, marzo 6 de 1869.

“Adorada Amalia mía: sin novedad de ningún género he tenido que guardar largo silencio contigo y hoy tendré que ser muy breve porque me falta tiempo teniendo un sin número de atenciones a consecuencia de los movimientos irregulares del enemigo y de la necesidad de hostilizarle incesantemente […] C. José Ramón Simoni.- pa. A.-En “La Matilde” .

“Vivir siempre junto a mi ángel idolatrado y en Cuba independiente es mi deseo más vehemente. […]” Carta no fechada.

Cuando la vida de campaña lo permite, la finca se convierte en el nido de amor de la pareja, donde nace el primogénito Ignacio Ernesto, el 26 de mayo de 1869 el cual su padre nombraría cariñosamente Mambisito. El pequeño será también tema obligado en cada carta: “Estoy formando un escuadrón de caballería que dejará atrás a la caballería española. ¿Quieres que le reserve el puesto de cabo primero al mambisito”.

Pero la situación se complica por la cercanía del enemigo. Por eso, Agramonte decide trasladarlos a la finca San José de los Güiros, donde establece un sitio que nombra El Idilio, en las proximidades de la serranía de Cubitas,  que él había hecho construir para ella con todas las comodidades que pudo encontrar en tan precarias circunstancias.

El 26 mayo de 1870, cuando celebraban el primer cumpleaños del niño, se anuncia la inminente llegada de una columna española, por lo que deben separarse, esta vez la separación sería definitiva. “La esposa de un soldado tiene que ser valiente”, fue la última frase que Ignacio le dice a Amalia. 

Amalia es hecha prisionera por las tropas españolas en la Sierra de Cubitas junto a su hijo y embarazada de su hija Herminia, a la que Ignacio nunca llegaría a conocer. Ante la propuesta del general Ramón Fajardo para que convenciera a su esposo de traicionar sus ideales, Amalia respondió con total entereza y fidelidad a sus principios de emancipación y libertad: “General, primero me corta usted la mano, antes que le escriba a mi esposo que sea traidor.”

Amalia no solo fue la esposa y madre de los hijos de Ignacio, también había sido una activa colaboradora de las fuerzas mambisas y prestaba servicios en hospitales de campaña. Sufrió los rigores de la cárcel y luego el exilio. Poco después logran salir del país, rumbo a New York, donde permanecen por un corto tiempo. En Nueva York, nace su hija.

El dolor del esposo y padre es desgarrador cuando once días después le escribe a Amalia: […] busqué en el monte y sólo encontré la seguridad de que el enemigo me había llevado mis tesoros únicos, mis tesoros adorados: mi adorada compañera y mi hijo. […]. Qué desolación, amor mío, […]. ¡Todos, todos tus sufrimientos los he saboreado y cómo me atormentan! […]. Camagüey, junio 6 de 1870.

Aquella separación siembra un hondo pesar en Ignacio y Amalia, quienes  persisten  en salvar el gran amor que sienten y la constante esperanza en un futuro juntos.

“No vuelves a quedar sola otra vez, como dices: allá te acompaña mi pensamiento que nunca te deja, mi amor está contigo; allí tienes mi alma. Nunca mientras viva tú estarás sola, que nunca dejaré de acompañarte”…

El cumplimiento del deber evita que el incansable guerrero decaiga, las obligaciones con la Patria lo fortalecen, confía en el suegro, a quien le encarga sus tesoros: “[…] Él sale a ocuparse de la familia y él también te dirá que quedo con salud y cumpliendo con mis deberes con más ardor y multiplicado empeño […]”.

En la última etapa de la correspondencia de Ignacio y Amalia, solo llegaron a poder de ella cinco cartas; en todas, el tema de la separación es aún más doloroso, porque se unen la lejanía, las penas, los sinsabores y los trabajos que sabe estarán pasando su adorada compañera.

“Idolatrada esposa mía: Mi pensamiento más constante en medio de tantos afanes es el de tu amor y el de mis hijos. Pensando en ti, bien mío, paso mis horas mejores, y toda mi dicha futura la cifro en volver a tu lado después de libre Cuba. ¡Cuántos sueños de amor y de ventura, Amalia mía! Los únicos días felices de mi vida pasaron rápidamente a tu lado embriagado de tus miradas y tus sonrisas. Hoy no te veo, no te escucho, y sufro con esta ausencia que el deber me impone. Por eso vivo en lo porvenir y cuento con afán las horas presentes que no pasan con tanta velocidad como yo quisiera…”

Así expresaba en una de sus cartas, a la cual Amalia respondió: “tu deber antes que mi felicidad, es mi gusto, Ignacio mío y cómo no amarte si eres tan grande, si tan elevado es tu corazón. La resignación por nuestras ausencias se agota y hace aumentar mi odio a los españoles. Cuba exige muchos sacrificios pero será libre a toda costa.”

La guerra, su desarrollo y la satisfacción de estar cumpliendo con un sagrado deber le llevan a escribirle: “[…] cada día se robustece más mi fe en el triunfo, a pesar de todas las dificultades. Ni un momento he dudado jamás que nuestra separación terminará, y volverá nuestra suprema felicidad con la completa libertad de Cuba”, 21 de julio de 1872.

Constante es la preocupación por los hijos: A “Ernesto y Herminia háblales con frecuencia de su papá, educa y forma sus corazones tiernos a semejanza del tuyo; que cuando encuentre en ellos tu retrato y tu alma, mi cariño y mi satisfacción no tendrán límites […]”.

El fin del epistolario está marcado el 19 de noviembre de 1872, con la última carta que se conserva, en la que Ignacio manifiesta la preocupación por la esposa y los hijos, el optimismo por el triunfo: “[…] aguardando lleno de fe un porvenir de ventura, de que sin duda disfrutaremos después que hayamos acabado de cumplir los deberes que Cuba nos ha impuesto”.  

La única carta que se conserva de Amalia, una larguísima epístola repleta de amor con fecha 30 de abril de 1873 es, precisamente, la respuesta a esta última misiva de su Ignacio, que llegó a ella mucho después de enviada.  En esta Amalia le suplica, pues la temeridad de Agramonte la horroriza, que por favor se cuide, por sus hijos que no conocen a su padre, por su amante esposa que lo espera eternamente y, sobre todo por Cuba, que tanto necesita de la fortaleza de su brazo y de la justeza de sus principios:

“Zambrana dice con pesar que no verás el fin de la Revolución. Estas palabras de Zambrana recién llegado del campo de Cuba, no sé cómo no me han hecho perder la razón. ¡Ah! Tú no piensas mucho en tu Amalia, ni en nuestros dos ángeles queridos, cuando tan poco cuidas de tu vida que me es necesaria, y que debes también tratar de conservar para las dos inocentes criaturas que aún no conocen a su padre. Yo te ruego, Ignacio idolatrado, por ellos, por tu madre y también por tu angustiada Amalia que no te batas con esa desesperación que me hace creer que ya no te interesa la vida. ¿No me amas? Además, por interés de Cuba debes ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia que necesita tanto. Por Cuba, Ignacio mío, por ella también, te ruego que te cuides más”.

“Estoy más tranquila porque me parece ver tu semblanza adorada y adivinar en él lo que me ofreces cumplir lo que tan encarecidamente te ruego…”

El 11 de mayo de 1873, Ignacio Agramonte caía en combate en los potreros de Jimaguayú con apenas 31 años de edad. La escritora y amiga Aurelia Castillo de González en su libro Ignacio Agramonte en la vida privada señaló:

“Fue aquel día espantoso en Puerto Príncipe. Jamás podremos olvidarlo los que lo presenciamos. Cuando los españoles descubrieron, gracias a una cartera y a un retrato de la amada esposa, que uno de los muertos en la que habían tenido por la insignificante refriega, era Agramonte, la noticia voló como en alas de electricidad a la capital de la provincia, y los voluntarios, ebrios de gozo, ¡ bien sabían el valor de la vida que habían tronchado!, se apoderaron del cadáver y atravesándolo sobre una bestia, la hermosa cabeza a ras de tierra, lo pasearon triunfantes por las principales calles de la ciudad.”

Cuando Amalia conoce del triste suceso, estaba enferma de gravedad; pero sigue luchando por su vida y por la Patria. Nunca volvería a casarse y su existencia tuvo como motor principal mantener vivo el recuerdo de su Ignacio. Al concluir la guerra en 1878, regresó a Puerto Príncipe, pero en 1895 estalló la nueva contienda, organizada por Martí, y el gobierno colonial prácticamente la obliga a emigrar.

De vuelta a Estados Unidos, otra vez recauda fondos para la lucha. En esa época actuó como soprano en el De Garmo Hall, de Nueva York, en funciones benéficas.

Al finalizar la guerra, se opone tenazmente a la intervención yanqui y a la Enmienda Platt. Le ofrecen ayuda económica por ser la viuda de El Mayor, pero la rechaza al expresar: “Mi esposo no peleó para dejarme una pensión, sino por la libertad de Cuba”. 

El 24 de febrero de 1912 develan una estatua ecuestre de Agramonte, en el principal parque de la ciudad de Camagüey, hecha por la colecta popular. Cuentan que el monumento estaba envuelto en una enorme bandera cubana, y una honorable anciana tira del cordón que la anuda. Al resplandecer al sol el bronce, la anciana se desmaya. Porque aquella señora era Amalia, quien más allá del tiempo y de la muerte, había encontrado allí a su amado Ignacio.

Amalia Simoni en su vejez rodeada de sus nietas. Foto tomada de Internet

Poco tiempo después regresa a su casa habanera. 

Amalia falleció el 23 de enero de 1918 La Habana, antes le había pedido a su  hija Herminia que tocara en el piano una de las melodías de Chopin preferidas en su juventud. Bajo su almohada se encontraban las cartas que su amado Ignacio le escribió. 

En la actualidad no son pocas las parejas que sellan su unión en bodas simbólicas cada primero de agosto para honrar esta bella y fascinante historia de amor, que no admitió separaciones y que trascendió  a la posteridad.

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